Diez Historias y Un Paisaje

Diez historias y un paisaje es una exposición tremendista, aporta datos, señala posiciones y argumentos con la lógica de una explosión: la de la sustancia subjetiva fragmentándose en objetiva.

La exposición ‘Diez historias y un paisaje’ de Jaime Serra –uno de los infografistas más influyentes e innovadores- plantea una serie de piezas donde la historia íntima de las personas es el material de base. Estas historias, imbuidas de una cotidianidad que salpica todo lo que las rodea, nos recuerdan con que sencillez es posible hacer diana sobre cuestiones profundas desde propuestas sencillas.

No se puede dudar del poder de sugestión de la infografía. Hacer visible y espacializar códigos de conducta que estaban fuera del planteamiento permite tener una opinión más amplia y consecuente.

Cuando una obra de arte se centra en algo tan personal como la relación entre un padre o su hijo –como la pieza ‘Datos en los bolsillos’, donde el artista se basa en los objetos encontrados en los bolsillos de su hijo durante un año- se están haciendo referencias intimas a las propias experiencias del artista, que ahora constituyen el significado del proceso artístico. El padre y el hijo son todos los padres y los hijos en esta pieza. Me atrevería a decir que para Serra, las obras expuestas en el espacio del museo Mac son sutiles excusas; son monolitos y estructuras paganas que nos invitan a mirar desde otro nivel de entendimiento. Las cuestiones que están atadas a la obra de arte aquí adquieren un plano trascendental, ponen sobre la mesa una reflexión a diferente escala para medir la realidad social.

Démosle una vuelta más a esta relación de significados entre el artista, la infografía, el espacio y el espectador.

Desde finales de los 80, la relación del arte con el espectador ha sido un páramo difuso sobre el que plantear cuestiones. Sabemos que esa relación nunca se dio por motivos aleatorios, sino que formó parte de un orden natural de las cosas dentro de la dinámica interna de la cultura y su directa influencia sobre el aparato social y otras circunstancias… Seguramente fueron más que determinantes los factores económicos, aunque pasasen desapercibidos gracias a la capacidad adaptativa del sector.

Es muy conocida la historia de un museo holandés que en los noventa comenzó a crear contenidos culturales interactivos. Esta institución se llenó de dispositivos y mecanismos que registraban la participación del público, pues conocer la respuesta de los usuarios era –y es- la clave para evaluar la permeabilidad y el calado de las propuestas. Aunque a primera vista la iniciativa tuviese una gran acogida, por otra parte este tipo de acciones manifiestan síntomas unívocos de falta de dirección, indicando lo desamparada que estaba la producción cultural. El museo diseñó un costoso sistema con la última tecnología disponible para registrar las visitas y las opiniones del público. Y los resultados fueron demoledores. Los datos aportados no eran determinantes, y confirmaban que el criterio del público era arbitrario e impredecible. Los organismos oficiales le pasaron la pelota al público, y resulta que una sola pelota no pudo calibrar el criterio de todo un colectivo tan heterogéneo. ¿Fue la necesidad del arte de volverse interactivo una respuesta a la ausencia de teoría y conocimiento del mismo? Dicho de otro modo, ¿estos experimentos con nuevos ejercicios de interacción en los espacios culturales son una respuesta a un vacío intelectual? Una última pregunta retórica más… ¿Son estos mecanismos la reacción predecible de una sociedad tecnificada, sin remedio, y devota de filosofías continuistas y sin actualizar? Como insinuaron los postmodernistas hace décadas, si las instituciones se llenan de profesionales formados como técnicos, a la larga perderán su legitimidad y no representarán a la ciudadanía.

No echemos sal en las heridas. Ya se detectó hace décadas que hay problemas y un malestar en la cultura, y por supuesto que es necesario abrir las puertas al experimento y la prueba, pero no podemos evitar sentir un escalofrío por la espalda al entender que las ideas presentadas como innovadoras han llegado para subsanar una situación desesperada.

En realidad, que la cultura oficial se acerque y quiera ser tangible como muestra de buena voluntad y código de buenas prácticas es una ingenuidad típica de sociedades victorianas. Abrir la puerta y recuperar el contacto con la calle es parte de un tránsito y evolución hacía la normalidad dentro de la dinámica del stablishment. Hoy es impensable no tener en cuenta a los usuarios de cualquier servicio, y toda propuesta que no partiese desde esas premisas podría fácilmente ser considerada reaccionaria ante un escenario cada vez más público y transparente como es el de los 2015, donde lo privado pasa a ser sinónimo de antisocial.

Creo que lo que Jaime Serra parece indicar en conjunto –todas las piezas se encuentran en un plano conceptual muy propicio para ello- es que tras haber aceptado que era imprescindible recuperar al espectador activo -al que tanto echábamos de menos-, lamentablemente hemos llegado tarde y ahora toca pagar las consecuencias por el abandono. Hemos pedido a gritos a la cultura que se baje del pedestal para poder tocarla y hemos descubierto sus orígenes plebeyos; desprendiendo automáticamente un hedor a decepción. Rezumando una torpe ambición egoísta, desorientada, ilusa, motivada por promesas poco sólidas, teorizando sobre lo evidente, experta en resaltar lo obvio y en reinventar la rueda; la Cultura -si tiene sentido seguir usando mayúsculas- solo puede ser entendida en un escenario paradigmático de contradicción. Cada vez que escuchamos una propuesta que pretende acercar el arte al gran público, muy en el fondo, todos deseamos que haya una mayor diferencia entre esa Cultura oficial y el prosaico calor del pueblo.

Las infografías son un ritual para expulsar las pulsiones subjetivas dentro del coercitivo espacio de la institución contemporánea. Visto así, tienen mucho que decir sobre nosotros mismos. Son un ejercicio de honestidad y también una ácida ironía. No dejo de sentir un pequeño brillo de excitación, un placer autocompasivo el confirmar que la vida es una inmensa decepción, como la pieza ‘Consumo de Psicotrópicos’ –una infografía minimalista que representa el disparo de consumo de antidepresivos en nuestro país- parece insinuar abiertamente. Pero al mismo tiempo, seguimos perdiéndonos en la tierna lógica de la superstición que plantean piezas como ‘Salud, dinero y amor’, donde la inteligencia se traiciona a sí misma para hacerle un hueco a la esperanza.

Hipotequemos neuronas para tener liquidez emocional. Sin duda, la infografía es una forma de estudiar los esquemas mentales básicos y explorar sus límites. También poner a prueba otro tipo de tensiones, en instalaciones como ‘Vida sexual de una pareja estable’, donde las prácticas sexuales forman un mosaico pictórico que revela la frecuencia con que las pasiones primarias gobiernan al sujeto, dando paso a los deseos más impúdicos pero al mismo tiempo, más normalizados. Terrorismo sexual al más puro estilo Pasolini.

Diez historias y un paisaje es una exposición tremendista, aporta datos, señala posiciones y argumentos con la lógica de una explosión: la de la sustancia subjetiva fragmentándose en objetiva. Ese es el valor de una infografía, una fuerza detonante equivalente a concentrar toda la literatura que narra nuestra mundanidad en un código. La potencia de las piezas de Jaime Serra subyace en su significado simbólico y en el concepto que representan.

Dice Serra: La infografía no es Arte, pero el Arte puede ser infografía. Yo concluyo que más allá de estas paradojas, lo que hay en esta exposición es un proyecto que sacude por dentro nuestros principios fundamentales, nuestra vida privada y los secretos más íntimos. Y esa clase de provocación, con acordes de profana insolencia y cinismo ilustrado, es lo que yo llamo Arte con mayúscula.

Eduardo Fernández
Lata Muda
25 de julio del 2015


Tres miradas para desmontar a Jaime Serra

Texto de José Luis de Vicente* para la exposición ‘Diez historias y un paisaje’.

* José Luis de Vicente es comisario e investigador cultural. Fundador y Director Artístico de Sonar+D



“Esta clase de provocación, con acordes de profana insolencia y cinismo ilustrado, es lo que yo llamo Arte con mayúscula.”


“Las cuestiones atadas a la obra de arte aquí adquieren un plano trascendental, ponen sobre la mesa una reflexión a diferente escala para medir la realidad social.”


“(Serra) nos recuerda con que sencillez es posible hacer diana sobre cuestiones profundas desde propuestas sencillas.”


“Lo que hay en esta exposición es un proyecto que sacude por dentro nuestros principios fundamentales, nuestra vida privada y los secretos más íntimos.”


 

Arte, datos, SMS
y colillas

Chus Martínez Domínguez
Curadora de arte, historiadora y escritora.
Babelia, El País
5 de septiembre del 2015

En esta exposición, detrás de cada imagen habla una historia. Los datos que la alimentan se presentan como geografías personales, identificadas con el territorio social: desde la infancia hasta la madurez, cuando nuestro entorno se vuelve corporal, temporal, política y económicamente más sofisticado. Es entonces cuando podemos repensar sobre el alcance de elegir entre salud, dinero o amor; registrar los SMS de una mujer a su pareja durante 52 días; diseccionar la vida sexual de tres parejas durante un año, o mapear el tabaco consumido por un amigo que quiere abandonar su adicción durante un viaje por EE.UU.

Así, Jaime Serra (Lleida, 1964) registra estadísticamente un total de 10 relatos o vivencias subjetivas para transformarlas en arte visual. El propósito, lo importante, reside en la invitación para que el público lea, mire y aprenda de cada una de sus historias, publicadas en sus colaboraciones en La Vanguardia. El resultado es una conjunción de lenguajes, infografía y periodismo, que se vuelven complementarias en lo artístico, instalados en una metodología científica que trabaja con elementos cognitivos, culturales, emocionales.

La exposición se visita dejándose llevar por la perversa ingenuidad de asaltar facetas íntimas, conductas y rutinas que son insólitamente computadas y cuya transformación en gráficas o en volúmenes, incluso esculturas, consiguen que discutamos y cuestionemos, en intensidades diferentes, los datos y la forma. El contraste de la información se vuelve lúdico mientras lanzamos confeti, conjeturamos en diagramas y curioseamos en pantallas, dibujos y planos abstractos donde activar nuestra diversión, curiosidad y sorpresa. Se impulsa la mirada y nos perdemos en la aparente simplicidad de los resultados que retratan un mundo complejo e imposible. Un paisaje de imágenes que otrora fueron historias y marcas de existencia, y que ahora son obras instaladas en un museo.


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