Serra no sabe nada, y expone,
e infiere, sobre lo que no sabe
Jorge Aulicino
Poeta y periodista
Si usted no puede imaginar una columna escrita por un personaje que fuese un émulo de Jarry, pero más serio y espartano, cuyo ánimo fluctuase entre la resignación y la constatación fría, o fresca, la mordacidad y la crítica, pero que además insistiese en relacionar palabras con imágenes, o bien dejar que las imágenes fluyan por su lado y las palabras las acompañen (o a la inversa), a ver cómo se relacionan, bueno, usted no ha visto-leído las columnas de Jaime Serra en el diario La Vanguardia, publicadas desde hace poco menos de dos años. Aunque Jaime me ha rogado que no mire esto desde el punto de vista de los fenómenos o innovaciones periodísticos, no puedo dejar de anotar que tales columnas son una innovación en ese oficio o profesión en el que se mueven artistas, escritores, algunos líricos y personas con afán de narrar, para quienes el periodismo debería ser considerado, en su totalidad, como una de las bellas artes: el arte de armar una representación del día pasado (al menos, en el periodismo sobre papel: en el digital, podría decirse que la intención sería armar la totalidad del minuto). Serra ha tenido el privilegio de cultivar un espacio a su antojo, y quienes se lo han dado partieron tal vez de la premisa de que los columnistas pueden hacer de sus columnas lo que les venga en gana, en tanto sea lícito y legal. Y a veces, si ni siquiera lo parece. Así, Serra ha narrado a su modo, ha desarrollado teorías, ha constatado la existencia de la no existencia, ha hecho gráficos de ideas e ideas de gráficos, ha convertido un poema célebre en un concierto de colores: ha, digo, en cierto modo y hasta cierto punto, parodiado sin ánimo de ofensa la moderna profesión de los infógrafos y los estadísticos, el antiguo arte de la didáctica, que representa gráficamente las ideas en pizarras y manuales, para mejor asimilación de aquellas por parte de los educandos. El periodismo todo ha tenido y tiene un orgulloso tic didáctico. No hay nada que complazca más a un periodista que enseñar, desarrollar, exponer, limando los sobrentendidos, todo aquello que sabe. Una sola crónica podría convertirse en un tratado de ciencias varias si el periodista tuviese un espacio ilimitado para expandir su background. Ahora bien: las columnas de Serra son lo opuesto a esto. O son la realización de esto. Serra no sabe nada, y expone, e infiere, sobre lo que no sabe.
Pero, por favor, y antes que se malinterprete: Serra ignora todo cuanto ignoramos o preferimos ignorar (excepto a los canallas). Su lógica es patafísica, pero es lógica. Desemboca en los atolladeros de la lógica, que se resuelven en el disparate o la melancolía. Pero Serra no intenta ser disparatado, sino mostrarnos espejos. Espejos que reflejan espejos. ¿Espejos deformantes o espejos fidedignos, que prolijamente registran las protuberancias cuasi monstruosas que llamamos vida… a su vez reflejadas, atrapadas, en los compartimentos de las cifras y los datos? Preventivamente, las conclusiones de Serra –excepto las morales– no son definitivas, sino constataciones de todo cuanto ignoramos todos, incluso los sabios. Pero se presentan a veces con la ingenua seriedad con que los sabios presentan sus verdades. Por estas vías, el arte de Serra es arte. Quiero decir con ello que con sus instrumentos se podrían haber armado cosas muy ingeniosas, pero sin ética y estética complementarias entre sí. Nos reiríamos con las capacidades combinatorias de un cómico puesto a esta tarea. Cómico cuya crítica resultaría funcional y sería resultado de un uso funcional de recursos expositivos graciosamente combinados. En cambio, nos sonreímos, las más de las veces, con Serra. No más. Porque su utilización de la gráfica y los textos no es funcional, como -queda dicho-; no es didáctica ni resolutiva, salvo excepciones, claramente políticas. Aquí, cada elemento que se pone en juego está al servicio de sí mismo, ya sea una estadística, una imagen o un texto. Me han gustado especialmente el relato pesadamente enmarcado del zapato solitario sobre el escritorio (“Sólo es un zapato”) y “Diario sin hechos”. Ved en esto, os suplico, la filosofía de la que hablaba al principio, si aquí hay alguna.